domingo, 14 de agosto de 2011

El yoyó de Fanta





Leo recuerdo la obsesión de todos los niños del barrio por canjear un yoyó de Fanta.

Cuando salió al mercado el yoyó de Fanta no hubo niño ni niña del barrio que no se obsesionara con la idea de tener uno. Todos se pusieron a tomar y tomar bebidas para canjear más y más yoyós. Se adquirían con algunas tapitas y un par de monedas en cualquier emporio de la cuadra.

Los pequeños realmente alucinábamos con ese yoyó color naranja. Llegábamos del colegio y practicábamos por horas para mejorar la técnica. La idea era derribar a los adversarios y la prueba más difícil era el columpio. En esa pirueta el yoyó quedaba moviéndose como un péndulo en medio de un triángulo formado por la misma cuerda. ¡Era casi imposible de hacer! Al nivel que sólo uno de los chicos lo lograba: el Mauro, quien no sólo era seco en eso, sino también en bicicross. Por ese entonces estaba de última moda ese deporte y el Mauro era, lejos, el mejor. Verlo resultaba un deleite incomparable. Daba brincos en una sola rueda, saltaba escaleras y a veces hasta manipulaba el yoyó arriba de la bici. Pero una mañana de sábado quiso saltar tres escalones de una vez y se dio de bruces contra el suelo. Sonó como si se hubiese roto una sandía en la baldosa. Fue espeluznante. Quedó tan quietecito y damnificado en el frío cemento que por varios segundos pensé que nunca más volvería en sí. Pero luego abrió los ojos, dio un grito como para despertar a los muertos y volvió al mundo. Finalmente se lo llevaron en ambulancia y estuvo más de un mes internado. Pero su desaparición causó un efecto inmediato. En el barrio ya nada volvió a ser lo mismo. Algunos lo extrañábamos, pero otros ya no podían más de la felicidad porque –pensaban– la mayor competencia del yoyó se había esfumado y ya nadie les haría sombra. Al menos eso creían algunos, en especial el Pepe. El Pepe era el segundo mejor del yoyó y empezó a presumir como payaso enfrente de todas las mujeres, quienes, hay que reconocerlo, no teníamos mucho talento para hacer el columpio ni ninguna gracia difícil. Recuerdo que se puso sencillamente insoportable. No sólo había que verlo, sino además aplaudirlo. Y fue lo bastante perverso como para esparcir un horrible rumor por las casas: que el Mauro permanecería inmovilizado por siempre, y que además iba a quedar con prótesis metálicas en todas sus extremidades. Incluso, cruelmente, decía que habría que llamarlo a comer con un imán. Era todo tan triste que no quedaba más que llorar...

...Pero una tarde el Mauro apareció. Se veía más radiante que nunca. No sólo llevaba su yoyó de Fanta, sino también el de Coca Cola, uno en cada mano. Y había practicado tanto durante el reposo que se había vuelto aún más imbatible. El Pepe lo miraba sin poder creer. La envidia le brotaba como destellos púrpuras por los ojos. La rabia lo tenía realmente fuera de sí. Al nivel que un día llegó con dos espadas de Jedi (unas plásticas de color metálico) y delante de todo el barrio lo retó a duelo. Estaba convencido de que si no le ganaba en una cosa, al menos le ganaría en la otra. Pero también fracasó, y ya preso de su mala suerte, no tuvo más remedio que ponerse a llorar. Después de eso el Mauro se convirtió en mi profesor de yoyó y me convertí en la única mujer que logró hacer el famoso columpio.

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